POR JUAN SOTO
CUANDO el 22 de marzo de 1863
moría en Madrid Nicomedes Pastor Díaz y Corbelle dejaba como toda
herencia material el sobrio ajuar doméstico de su modestísima vivienda y
el exiguo peculio con que subvenir apenas a los gastos del sepelio. Esa
era toda la fortuna acumulada por una de las más eminentes figuras
españolas del XIX, luego de una vida consagrada a su país, al que sirvió
desde las más altas responsabilidades políticas, administrativas e
institucionales: tres veces ministro de la Corona, rector de la
Universidad central, numerario de la Real Academia Española y senador
vitalicio. Su presencia en la historia de nuestra literatura no es menos
relevante. La autoridad de don Juan Valera lo distingue como «el más
romántico de nuestros modernos poetas», y, en las páginas de este
periódico, el recordado Melchor Fernández Almagro dejó sentada la
afirmación de que difícilmente podría hallarse en la selva literaria de
nuestro siglo XIX poesía tan difundida en su tiempo como la titulada A la luna,
en la que el historiador y erudito granadino advertía resonancias de
Jovellanos. Nos atrevemos a objetar que tal vez pueda ser motivo de
discusión la ilación poética entre uno y otro autor, pero no, en cambio,
su concordancia política, puesto que a ambos les mueve el mismo afán
reformista, nacido de un patriotismo asentado en la áspera realidad de
su tiempo y no en vanos triunfalismos. Un patriotismo, quiere decirse,
tibiamente regenerador y un algo escéptico, cuyas resonancias alcanzarán
a Joaquín Costa.
Pastor Díaz había nacido en Viveiro, la pequeña ciudad
que enseñorea el mar de la provincia de Lugo, el 15 de septiembre de
1811. Andamos ahora, pues, en el bicentenario redondo. Su carrera
política, iniciada en Lérida con la prebenda del gobierno civil de la
provincia, alcanzó las más conspicuas cimas de la Administración del
Estado. Firmemente convencido de la posibilidad de conciliar progreso y
tradición, se mostró infatigable partidario de la teoría del justo medio
frente a cualquier tentación radical, polarizada entonces en un
socialismo sin pulir y un carlismo añejo y a machamartillo, «cuyos
principios», habría de decir con brillantez metafórica, «son
inscripciones sepulcrales».
Sobre Los problemas del socialismodictó
Pastor Díaz un ciclo de conferencias en el Ateneo de Madrid, todas
ellas recogidas en un libro al que puso prólogo don Antonio Cánovas.
Resultaría inútil tratar de hallar en él indicios de amistosa proximidad
con un ideario del que se sentía, por formación y por convicción, a
distancia insalvable, tanto más cuanto que su acendrado catolicismo (que
le llevó a alinearse al lado de la Roma pontificia cuando se planteó la
apasionada polémica sobre el poder temporal de la Santa Sede)
prevaleció inconmovible por encima de cualquier consideración política.
Esa lejanía, sin embargo, no le impidió intentar la
búsqueda de puntos armónicos entre catolicismo y progreso, llegando a
atisbar una remota inspiración evangélica en algunos de los postulados
teóricos (la solidaridad, la fraternidad entre los seres humanos, la
ayuda a los más débiles) de la naciente doctrina. Enjuiciado desde la
perspectiva de hoy, el esfuerzo denota cierta ingenuidad, pero es
revelador, en todo caso, de su irrenunciable propensión
contemporizadora, siempre al encuentro de la armonía entre contrarios. Y
reafirma también su irrevocable empeño reformista. Así lo ha de
reconocer don Juan Valera cuando escriba que de todas las convicciones
políticas de Pastor Díaz ninguna de ellas fue tan firme como la de que
«la mísera España de Felipe IV, la España degenerada del primero de los
Borbones, la atrasada España de Carlos III, la envilecida España de
María Luisa, no pueden volver ya».
En su perseverante actitud en la búsqueda de una tercera
vía equidistante de constitucionales y tradicionalistas, moderados y
progresistas, conservadores y liberales, Pastor Díaz tropieza
indefectiblemente con el obstáculo de su vaticanismo irreductible. Con
esa única salvedad, no es preciso forzar el símil para situarlo, mutatis mutandi,
en los antecedentes próximos del Cánovas de la Restauración y
remotamente en los de la UCD de la Transición, cuando el partido
liderado por Adolfo Suárez se nutría de la savia candorosa de Tácitosy demócratas cristianos.
Pero nada hay más digno de reivindicación y memoria en
Pastor Díaz que su honradez a prueba de sacrificios, casi heroica. La
convulsa España de su tiempo, víctima de la ruina material y presa del
desánimo por las secuelas de la guerra de la Independencia, no era tan
distinta a la nuestra, asimismo lastrada por la crisis económica y la
desmoralización ciudadana. Sin embargo, pese a la similitud de
escenarios, no es fácil encontrar en la política española de hoy una
figura que se aproxime a la estatura de Pastor Díaz, si hablamos en
términos de conciencia y honradez personal. Acerca de sus errores
políticos, que los tuvo (aunque incluso desde ellos «algo aprovecha y
enseña», reconocerá Cánovas), cabe abrir un capítulo de reproches
justificados, pero es incuestionable en cuanto a los valores que
determinan el calado moral de los individuos: austeridad,
insobornabilidad, sentido del deber, patriotismo.
Son precisamente esos valores los que nos inducen a
pensar que el olvido de Pastor Díaz, incluso en su Galicia natal, no es
consecuencia inevitable del paso del tiempo sino fruto de un deliberado
propósito de borrar referentes —es decir, actitudes y conductas— capaces
de avergonzar, por comparación, a sus homólogos de hoy. En la política
española actual, el «modelo Pastor Díaz» es sencillamente insultante.
Ante la pasividad con que asistimos a la cultura del pelotazo y el
enriquecimiento exprés, impunemente instalada en escaños y poltronas
institucionales, el ejemplo del político vivariense constituye una
provocación insufrible. Una anécdota acaecida pocos días antes de su
muerte es bien ilustrativa del grado de honradez que caracterizó la vida
de don Nicomedes Pastor: cuando esperaba el fin de sus días en su
modesto cuarto madrileño, recibió la visita de un paisano suyo, que se
asombró de la austeridad del aposento y de que la única compañía de
aquel hombre fuese la de su hermana Teodora, entregada al cuidado del
enfermo y a las faenas domésticas. «Ya ve, amigo, que después de haber
sido todo lo que se puede ser en un país monárquico constitucional, mis
trabajos y afanes no han logrado sacar de la mano de mi hermana la
escoba y el plumero», comentó el prócer ante la extrañeza del visitante.
En efecto, sus contemporáneos retribuyeron cicateramente a
Pastor Díaz. Era demasiado grande para una España demasiado pequeña:
«Tenía que achicarse para caber en una escena mezquina», había de decir
Valera. Su memoria se ha borrado de la España actual. Quizá porque los
valores que representa suponen un aldabonazo en la conciencia de un país
abismado en miserias no sólo económicas.
JUAN SOTO ES PERIODISTA Y ESCRITOR